El caso de Fernandito es una prueba crucial para el Gobierno del Estado de México: se debe castigar a todas las autoridades omisas, aquellas que ocupan o ocuparon un cargo por intereses políticos, sin la preparación ni la experiencia para afrontar tragedias de esta magnitud.

Aquí no cabe el argumento de que es “herencia” de administraciones anteriores: la justicia no puede esperar excusas.

La historia del pequeño Fernando, de apenas cinco años, no solo desató la indignación colectiva, sino que dejó al descubierto profundas grietas en nuestro tejido social y gubernamental.

La tragedia ocurrió en Los Reyes La Paz, Estado de México, cuando el menor fue secuestrado como “garantía” de una deuda de mil pesos que su madre no pudo cubrir. Su cuerpo fue hallado el 4 de agosto, en avanzado estado de descomposición, tras múltiples intentos fallidos de auxilio por parte de su mamá que acudió al DIF municipal y la Fiscalía Mexiquense.

De acuerdo con los reportes, la madre acudió en repetidas ocasiones al Ministerio Público y al DIF, solo para ser enviada de dependencia en dependencia, sin recibir ayuda efectiva. La renuncia del director del DIF municipal refleja, en parte, la magnitud de las omisiones emocionales e institucionales que marcaron este caso.

Solo después de acudir a una agencia especializada en delitos de género se atendió la denuncia y la policía actuó. Pero ya era tarde: al ingresar al domicilio señalado, el menor había perdido la vida. Este retraso fatal expone con crudeza la urgencia de reformar protocolos que hoy se muestran obsoletos ante la fragilidad humana.

El caso no solo exige cambios legales: demanda una empatía que no llegue tarde. Es un llamado a reconstruir, con urgencia, los protocolos de actuación de las autoridades ante estos casos, que no se pierda sensibilidad ni humanidad en su deber más elemental: proteger la vida.

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