Cada 24 de agosto, la literatura recuerda un nacimiento que fue más bien el inicio de un destino: Jorge Luis Borges, el hombre que hizo de las palabras un espejo infinito y de la memoria un laberinto en el que aún nos seguimos perdiendo.
Nació en Buenos Aires en 1899, hijo de bibliotecas, de lenguas extranjeras y de un linaje que entrelazaba soldados, maestros y narradores. Desde su infancia supo que la lectura no era un pasatiempo, sino una forma de existir: leer para ser, leer para entender, leer para imaginar lo que aún no era.
Borges fue ciego en la carne, pero vidente en el espíritu. Nunca dejó de recorrer con la mente aquello que los ojos ya no podían ofrecerle: las bibliotecas infinitas, los mapas sin centro, las genealogías que se confunden con la eternidad.
Fue un intelectual que nunca se conformó con la mera erudición; buscó en las palabras una ética del entendimiento, un modo de dignificar lo humano a través del rigor de la imaginación.
Porque en Borges hay política, aunque él negara las banderas. Su lucidez fue resistencia contra la vulgaridad del poder. Su ironía fue un escudo frente a la mediocridad de los dogmas.
En tiempos donde las ideologías se devoran a sí mismas, la dignidad borgiana consiste en recordar que la verdadera libertad está en el pensamiento: en reconocer que el hombre es más vasto que su circunstancia, más profundo que su credo, más digno que sus miserias. Borges nos enseñó que la memoria, aun cuando es engañosa, es el único territorio donde podemos afirmar nuestra identidad, ese “yo” que se disuelve en los espejos, pero que se rehace en cada lectura.
Hoy, en un mundo fragmentado, Borges nos habla desde sus ficciones como un testigo de lo que somos y de lo que podríamos ser: caminantes en un laberinto que no busca salida, sino sentido en sus calles.
Como Buenos Aires que es, en sí misma, una biblioteca abierta al aire de la historia: calles que suenan a tango, cafés que guardan discusiones filosóficas, esquinas que han visto pasar generaciones de escritores que hicieron de la ciudad un territorio literario. No es casual que Borges, Sabato, Cortázar o Macedonio Fernández hayan encontrado en sus veredas, en sus barrios y en sus noches, la sustancia para levantar mundos paralelos.
La capital argentina es un palimpsesto donde conviven el puerto y el exilio, el conventillo y la vanguardia, el mate y las lenguas extranjeras, haciendo de cada palabra un puente hacia lo universal.
Ese suelo rioplatense forjó un intelecto singular: cosmopolita y popular al mismo tiempo, erudito y callejero, capaz de dialogar con la metafísica de Schopenhauer y, al mismo tiempo, con la nostalgia de un bandoneón en Constitución. Buenos Aires enseñó a sus escritores a pensar con libertad, a desafiar las formas y a vivir la literatura como resistencia frente al olvido. Allí nació una tradición que no teme a los laberintos, que convierte la memoria en dignidad y que, en Borges, alcanzó la cima de su esplendor.
La dignidad no está en romper el laberinto, sino en habitarlo con conciencia y con palabra.
Y porque nada mejor que él para decirse a sí mismo, dejo su voz como cierre, en un texto que resume la eternidad en la brevedad de un instante:
“Somos nuestra memoria, Somos ese quimérico museo de formas inconstantes, Ese montón de espejos rotos.”
Así fue Borges: la memoria hecha dignidad.