Chile vuelve a colocarse en una encrucijada histórica. El avance de José Antonio Kast y de una derecha radicalizada no puede leerse como un fenómeno aislado ni coyuntural. Es, más bien, el resultado de una acumulación de tensiones sociales, frustraciones políticas y promesas incumplidas que han erosionado la confianza ciudadana en las fuerzas que protagonizaron la transición democrática. Cuando la esperanza se diluye, el orden —aunque sea rígido, excluyente o autoritario— reaparece como tentación.
El discurso de Kast se construye sobre tres pilares claros: seguridad, autoridad y rechazo a lo que denomina “excesos” del progresismo. En un país marcado por el aumento de la percepción de inseguridad, la crisis migratoria y el desgaste del proceso constituyente, ese mensaje encuentra eco. No porque sea necesariamente nuevo, sino porque apela a emociones primarias: el miedo, el hartazgo y la nostalgia por una supuesta estabilidad perdida. La ultraderecha no propone complejidad; ofrece certezas. Y en tiempos de incertidumbre, las certezas —aunque falsas— resultan seductoras.
Sin embargo, Chile no es cualquier escenario. La historia reciente impone límites éticos que no pueden soslayarse. Kast no solo representa una opción conservadora; encarna una visión que relativiza, minimiza o justifica aspectos centrales de la dictadura militar.
Ahí es donde el debate deja de ser meramente electoral para convertirse en un dilema democrático. Porque en Chile, la memoria no es un asunto del pasado; es una herida abierta, una advertencia permanente sobre lo que ocurre cuando el poder se ejerce sin contrapesos ni derechos.
El peso de la memoria democrática se manifiesta en una tensión generacional evidente. Para quienes vivieron la represión, el exilio, la censura y el miedo cotidiano, ciertos discursos no son abstractos: tienen nombre, rostro y dolor. Para sectores más jóvenes, en cambio, la dictadura es un capítulo distante, aprendido en libros o relatos familiares, a veces diluido por la urgencia del presente. Esa brecha explica, en parte, la normalización de narrativas que hace algunos años habrían sido políticamente impensables.
La paradoja chilena es profunda: una democracia que nació precisamente para no repetir el autoritarismo ahora coquetea con proyectos que cuestionan los consensos básicos del “nunca más”. La pregunta no es si Kast puede ganar una elección —eso pertenece al terreno legítimo del voto—, sino qué tipo de democracia emergería de ese triunfo. Porque no toda legalidad es sinónimo de legitimidad democrática cuando se ponen en riesgo derechos, pluralismo y memoria histórica.
Este giro a la ultraderecha también revela los límites del progresismo chileno. El fracaso del primer proceso constituyente, la desconexión entre élites políticas y ciudadanía, y la incapacidad de ofrecer respuestas claras en materia de seguridad y bienestar social abrieron un vacío que hoy otros ocupan. La ultraderecha no avanza solo por mérito propio; avanza porque alguien dejó de representar.
Chile, una vez más, habla para América Latina. Su experiencia recuerda que la democracia no es irreversible, que los consensos se desgastan si no se renuevan, y que la memoria, si no se cuida, puede convertirse en un objeto incómodo que algunos prefieren archivar. El desafío no es solo electoral, sino cultural y ético: cómo defender la democracia sin convertirla en un dogma vacío; cómo recordar sin quedar atrapados en el pasado; cómo responder al miedo sin renunciar a los derechos.
En el fondo, el ascenso de Kast es una pregunta abierta sobre el valor que una sociedad otorga a su historia. Chile se debate entre el impulso de cerrar filas en torno al orden y la responsabilidad de no traicionar la memoria que hizo posible su democracia. El futuro se decide en las urnas, sí, pero también en la conciencia colectiva. Y esa, a diferencia de una elección, no se gana en una sola vuelta.

