Hace algunos años –dos décadas para ser exacta– fui al Museo Luis Nishizawa. Era un sábado a medio día, en el patio se colaban los rayos del sol, tan sigilosos como los pasos de los niños, cuya inocencia les hacia acercarse con naturalidad a saludar al Maestro, así, con mayúscula. Él, como los grandes, les correspondía con una sonrisa.
La semana pasada me encontré nuevamente en el Museo, quienes nos reunimos en esta ocasión, pudimos respirar la sencillez, humildad y espiritualidad de un ser humano que nació para quedarse, para trascender su tiempo y su espacio. Un artista que nació para enseñarnos, para provocarnos y crear conciencia en lo humano.
El motivo que nos reunió fue conmemorar el centenario de su nacimiento. El momento fue por demás emotivo; su hijos, Luis, Gabriel y Adriana, hablaron desde el corazón, nos compartieron breves fragmentos de su vida cotidiana, a través de una serie de fotografías pudimos acercarnos a la infancia del gran pintor, a su faceta como compañero de vida de Eva y la de padre de famlia, sin duda la profesión más desafiante para todo ser humano.
Y aquí estaban ellos, compartiendo lo más íntimo, brindando además la posibilidad de que en los siguientes meses, quienes visiten Toluca, puedan ir al Museo Luis Nishizawa a disfrutar de una exposición única, porque integra la obra más cercana a su intimidad, esa que sus hijos resguardan como un tesoro, los mismos que conjuntan también la experiencia creativa de su madre.
A través de su pincel, podemos reconocer cómo se entretejen la realidad y los sueños, como se conjugan sus raíces mexico-japonesas. Cada pieza irradia belleza y trasmite emociones, cada pieza nos da identidad y orgullo, porque para los que habitamos esta tierra, la historia de Luis Nishizawa, su vida y su desarrollo profesional está anclada aquí, con los nuestros, entre nosotros y para siempre, porque un gran artista vive por siempre.
