Sabes que hay gente que se dedica a subir montañas cubiertas de nieve. Caminan horas, días; escalan con la fuerza de quienes parecen tocados por algo sobrenatural. Los llaman alpinistas, y con sus pies han alcanzado cimas que el resto sólo contemplamos desde lejos.
En México, las montañas más altas —el Pico de Orizaba y el Iztaccíhuatl— son dos gigantes que se alzan para recordarnos que la grandeza cuesta trabajo. Yo he tenido el privilegio de conquistarlas ambas. Y fue ahí, en sus laderas heladas, donde terminé de entender algo fundamental: la montaña es, quizá, la mejor metáfora de la vida pública.
Porque la primera vez que subí el Iztaccíhuatl, allá por 2020, lo hice con una mezcla peligrosa de confianza y descuido. Creí que bastaba mi fuerza regular, mi actividad física ocasional y mi entusiasmo. No tardé en descubrir que la montaña —igual que la política— tiene una habilidad casi pedagógica para ponerte en tu lugar. Te enseña que la soberbia cuesta caro y que la altitud cobra factura sin avisar. En mi caso, la lección llegó en forma de cansancio, impotencia y una voz interior que preguntaba si realmente valía la pena seguir.
Cinco años después regresé. Pero volví distinto: con más disciplina, con más claridad, con más serenidad. No era el mismo hombre que había sufrido en la primera subida; ahora sabía lo que significaba una pendiente interminable, lo que eran las horas sin oxígeno, lo que se siente ver salir el amanecer desde un glaciar. Esta vez, desde que llegué a Amecameca, supe que el reto sería duro, sí, pero también profundamente disfrutable, porque estaba preparado.
El ascenso fue una mezcla de paz, calma y certeza. Las primeras horas avanzaron como si la montaña hubiera decidido ponerme a prueba con benevolencia. Me sentía ligero, conectado, incluso sorprendido de que mi respiración no se desbocara como aquella primera vez. Cuando alcanzamos el refugio, confirmé que no sólo había cambiado mi cuerpo; había cambiado mi actitud.
Pero la montaña nunca afloja. Entonces vino lo más difícil: la larga pendiente hacia la primera rodilla y el Monte de Venus, la caminata sobre el glaciar con crampones, el miedo contenido que provoca el hielo eterno. Era una madrugada gélida cuando el Pico de Orizaba apareció al fondo, iluminado por un amanecer que parecía escrito para recordarnos por qué hacemos todo esto.
Un par de horas después, estábamos pisando la cumbre. Ahí se entiende todo. Ahí el cansancio, la desvelada, el frío, el dolor… todo cobra sentido. Porque llegar arriba no se parece a nada. La montaña y la política: la misma lección.
En política, como en el alpinismo, el sendero nunca es sencillo. Las subidas son largas, desgastantes, impredecibles. Un paso en falso puede costar mucho. La caída puede ser dolorosa. Aun así, hay quienes seguimos subiendo, no por ego, sino por vocación.
La primera vez que recorres una ruta —en la montaña o en el servicio público— suele ser ruda, llena de dudas, de errores, de aprendizajes a golpes. También en 2018 me tocó aprender a la mala los desasosiegos de la política. A veces te preguntas si de verdad vale la pena todo esto, si el aire que te falta es un aviso para dar media vuelta. Pero cuando vuelves —cuando regresas más fuerte, más centrado, más consciente— el camino cambia. Quizá quien cambia eres tú. En política a veces te sientes rebasado, pero con la preparación adecuada sabes que cada paso tiene un propósito.
Porque, así como el alpinista aprende a leer el glaciar, el político aprende a leer el clima social y la circunstancia. Así como en la montaña cada resbalón puede ser crítico, en la política cada decisión importa. Y así como no todo es ascenso, la vida pública también tiene descensos necesarios: momentos para descansar, observar, tomar fuerza y esperar la siguiente oportunidad de subir.
La parábola es sencilla: en la montaña, como en la política, sólo avanza quien aprende a respirar con paciencia, temple y serenidad; quien entiende que la cima no es destino, sino consecuencia; quien sabe que una ruta difícil no se enfrenta con valentía impulsiva, sino con preparación constante; quien reconoce que, incluso en la soledad más fría, hay un motivo para dar el siguiente paso; quien comprende que volver a intentar es tan importante como llegar.
Mi reflexión es que el contagio colectivo es lo que nos mueve en la montaña y lo que nos mueve en la vida pública: la unión de propósito, la emoción compartida, el ánimo del equipo. Esa energía que nace de saber que no caminas solo, que alguien va detrás, que alguien te acompaña, que alguien te guía.
Llegar a la cumbre del Iztaccíhuatl por segunda ocasión es indescriptible. Pero más importante es asumir que, gracias a la disciplina y a la preparación, hoy puedo subir montañas —físicas y políticas— con mayor claridad y determinación.
Porque al final, la política, como el alpinismo, es una mezcla de preparación, convicción y fe: preparación para entender el terreno y anticipar los riesgos; convicción para mantener el rumbo incluso cuando el clima se complica, y fe para confiar en que cada paso, por pequeño que sea, te acerca a la cima que te propones alcanzar.

