La historia del gato negro y el gato blanco

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La historia del gato negro y el gato blanco

Sábado, 13 Agosto 2022 09:00 Escrito por 
La historia de Claudio La historia de Claudio Foto: Especial

A un hombre muy poco amable, nunca le había agradado el inquilino de la casa trasera. Era un tipo siniestro y solitario que vivía quejándose del maullar el gato Claudio, a pesar de que el pobre apenas si podía emitir algún que otro graznido avejentado.

El tipo, Parodi se llamaba, un día habló con la vieja dueña del gato y le advirtió sobre el maullido supuestamente molesto del animal: “O calla ese gato, o me voy de aquí y busco otro departamento”.

En ese entonces las cosas estaban muy difíciles en el país. La gente no tenía trabajo, y la única fuente de ingresos de los propietarios del gato Claudio, provenía del alquiler del departamento de atrás, donde vivía Parodi.

Parodi era un hombre difícil, pero pagaba religiosamente, y eso, para ellos, era muchísimo más prioritario que el incierto destino de Claudio.

“Mañana llevaremos al gato a la granja de los abuelos”, dijo la mujer a su familia una noche, mirándolos fijo a los ojos. “Podrán verlo cuando vayamos a visitarlos”.

No les quedó más remedio que aceptar, aunque se fueron a dormir con los ojos hinchados por el llanto. A la mañana siguiente, cuando se levantaron para buscarlo y meterlo en la jaula, el gato estaba tieso sobre las losas del patio.

Supieron de inmediato que había sido Parodi; quien seguro le había echado veneno a su comida. Se lo dijeron a la vieja , pero ella no me creyó. “Claudio ya estaba viejo, pasó lo que tenía que pasar”, argumentó con terquedad.

Pero sabían que no era así, porque Claudio estaba en perfectas condiciones de salud la noche anterior. Los hijos de la vieja juraron entonces venganza; de alguna forma Parodi pagaría por la muerte del gato.

Comenzaron a vigilar al inquilino; se dedicaron a hablar pestes de él. Cuestionaban sobre todo el origen de su dinero. ¿De dónde lo sacaba? No parecía tener un trabajo fijo, pero sin embargo siempre se compraba ropa nueva y sus manos relucían con anillos y relojes de oro.

La madre siempre apretaba los dientes al escuchar de las sospechas de sus hijos y decía: “Mientras pague y cumpla, por mí que haga lo que quiera”.

Una mañana, ella se dirigió al fondo para llevarle el desayuno. Golpeó y lo llamó por su nombre, pero no respondió nadie. Sacó su llave de repuesto y abrió la puerta. Casi se chocó contra las piernas de Parodi, que se había colgado de una viga del techo.

Llegó la ambulancia y la policía; después de un interrogatorio interminable, se llevaron el cuerpo, cubierto por una sábana. Los demás quedaron hondamente impresionados. Sin embargo, al rato pensaron en el pobre Claudio y no pudieron evitar sonreír satisfechos. “Finalmente el desgraciado pagó por tu muerte, Claudio”, pensaron con falsa alegría.

Pasó la conmoción, pasaron los días y lentamente las cosas comenzaron a teñirse de ese color broncíneo y apagado que solemos llamar “normalidad”. Un hombre, algo mayor de edad, se manifestó interesado por el alquiler de la casa desocupada.

Al día siguiente ya se había mudado (no tenía muchas pertenencias) y había entrecruzado algunas palabras amables con los dueños. Pensamos que todo había cambiado para bien, pero nos equivocábamos: porque apenas transcurrida la semana, el anciano anuló el contrato y se retiró del lugar.

La vieja madre no quiso decir los motivos, pero algo comenzaban a sospechar. Llegó otro inquilino y pasó exactamente lo mismo. Y luego ya nadie volvió a preguntar por el departamento del fondo.

La situación de la familia, a los dos meses, era desesperante.

Ni siquiera tenían para pagar la luz. Un vecino, amigo de la madre, les había hecho una conexión clandestina a la red eléctrica, pero cada tanto los empleados del Municipio la cortaban. La vieja comenzó a trabajar en una casa, como sirvienta. La paga era una miseria, y apenas servía para comprar la comida de la semana. Para colmo trabajaba muchas horas en ese lugar, y llegaba a casa reventada y sin ganas de hacer nada.

Durante su ausencia el chico debía hacerse cargo de la hermana, y fue en esas horas de absoluta falta de supervisión adulta que decidió ingresar, por primera vez desde la muerte de Parodi, al departamento de atrás.

Sabía que el lugar había quedado embrujado. Por eso los otros inquilinos habían huido. Además, sentía extrañas vibraciones cuando jugaba en el patio trasero, una sensación como de ser espiado a través de las cortinas de la ventana. Agarró la copia de la llave y se dirigió al departamento.

La hermana estaba durmiendo la siesta, y aún era de tarde, pero había comenzado a oscurecer, introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta.

Parodi estaba allí, sentado en un rincón. Parecía estar esperándolo.

Su rostro abotagado se veía por completo negro y tenía los ojos salidos hacia fuera, con las córneas apuntando hacia el techo. De inmediato se puso de pie y avanzó en dirección del chico, emitiendo horribles sonidos con su garganta. El muchacho dio un grito y saltó hacia atrás, cerrando la puerta de un golpe.

Corrió en dirección a la casa y se encerró en la cocina, pensando que la aparición vendría por él. Pasaron los minutos y nada. Afuera oscureció y comenzaron a escucharse los primeros grillos del verano. Sintió que algo le rozaba la pierna y dio un salto: era Bali, el nuevo gato de la casa, que la madre le había regalado en triste compensación por su viejo amigo Claudio.

Tuvo entonces una idea. Bali era un gato blanco, al igual que Claudio, y había leído por ahí que los espíritus malignos odian a los gatos blancos, porque representan la pureza, la bondad y la valentía. Es por eso que el Mal se asocia con lo inverso, es decir con los gatos negros. Así que agarró a Bali y regresó al departamento de atrás.

Volvió a abrir la puerta y echo al gato dentro. Alcanzó a ver que Parodi se encogía en su rincón y retrocedía hacia las sombras. Entonces el chico aprovechó y se introdujo en el dormitorio. Conocía aquella casa como la palma de su mano, había jugado infinidad de horas entre sus descascaradas paredes, y sabía que el único escondite posible se hallaba debajo de la cama, donde unas tablas del piso ocultaban un agujero.

Corrió la cama y retiró las tablas: allí estaban los relojes, anillos y collares que Parodi había robado en vida. También había un fajo gordo de billetes. Recogió todo eso y salió de la casa. Pero antes miró hacia el rincón: Parodi parecía haberse desinflado, como un muñeco, mientras miraba al gato con una expresión de dolor o de rabia en su rostro.

Cuando la madre regresó del trabajo, le mostró el pequeño tesoro. Le brindó una versión depurada de la historia, que ella se apresuró a creer. Dio un grito de alegría y de inmediato llamó a sus patrones y les dijo que renunciaba. La hermana y el chico, la observaban sorprendidos.

-Pero mamá, ¿no te preocupa saber que el dinero y las joyas vienen de un ladrón?- le preguntaron.

La madre no respondió, pero les dio un beso a cada uno y los envió a la cama, porque ya era muy tarde.

Obedecieron y se acostaron. Al rato, el chico sintió un ronroneo a los pies y miró en esa dirección: Bali estaba allí, hecho un ovillo con sus patas. Le agradeció la ayuda, y el gato, como si comprendiera, alzó la cabeza durante unos instantes y sacudió sus orejas. Y luego siguió durmiendo.

Esa noche, durmieron sin sobresaltos. Nunca más volvieron a ver a Parodi, intuían que ahora se debía estar pudriendo en el Infierno.

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