El lenguaje es una de las herramientas más efectivas del poder. En él se funda todo un sistema de jerarquías y desigualdades. Desde el feminismo, se entiende que el lenguaje no sólo describe la realidad, sino que la construye. Las palabras que usamos, las que evitamos, las formas gramaticales, los silencios y hasta los chistes reflejan relaciones de poder.
En especial, el lenguaje refuerza estereotipos de género, asigna roles, delimita espacios y valida ciertas conductas mientras castiga otras.
El lenguaje no es neutro ni natural. Es una construcción social y, como tal, funda todo un sistema de relaciones. Ha sido moldeado históricamente por quienes han detentado el poder en su mayoría hombres y por eso refleja y reproduce un mundo patriarcal. Basta con recordar frases cotidianas con las que muchas crecimos: "Calladita te ves más bonita", "Date a respetar como mujer", "Los hombres son así", "Parece niña", "Una buena mujer cuida de su casa". Todas ellas normalizan la desigualdad, responsabilizan a las mujeres de su propia subordinación y refuerzan estereotipos que limitan sus posibilidades.
Cambiar el lenguaje es una forma de cuestionar esas relaciones de poder y abrir nuevas formas de pensar y de existir. Así lo ha enseñado el feminismo: al nombrar a las mujeres, al visibilizar las desigualdades y las violencias de género, al denunciar los estereotipos, abrimos espacio para nuevas realidades posibles. Cambiar el lenguaje, incorporar nuevos conceptos, nos permite también relacionarnos de otra manera. Cambiar el lenguaje es también cambiar la cultura.
En los últimos años, hemos puesto en el centro la necesidad de romper el silencio, es decir, visibilizar experiencias de violencia y desigualdad que durante mucho tiempo fueron negadas o minimizadas. Hemos aprendido a nombrar las violencias de género y a exigir justicia frente a los feminicidios, que no son crímenes aislados, sino la expresión más extrema de un sistema que considera a las mujeres como prescindibles.
También se han impulsado cuotas de género, como mecanismos para garantizar una participación política más equitativa, y acciones afirmativas, que buscan corregir desigualdades históricas mediante políticas concretas de inclusión. Se ha abierto el debate sobre la conciliación de los tiempos laborales y domésticos, evidenciando cómo las mujeres cargan con la doble jornada del trabajo remunerado y el trabajo de cuidados.
Se ha nombrado la carga mental, ese esfuerzo constante e invisible que implica organizar, prever y sostener la vida cotidiana. Se ha fortalecido la idea de sororidad como un pacto ético entre mujeres para acompañarse en sus luchas. Y se ha integrado la interseccionalidad como herramienta fundamental para entender que las opresiones no son iguales para todas: raza, clase, orientación sexual o discapacidad cruzan las experiencias de género. Todo esto ha nutrido una lucha colectiva por romper los techos de cristal, esas barreras invisibles que impiden el acceso de las mujeres a posiciones de poder real.
Hoy a esa lista se suma una categoría fundamental para seguir problematizando el acceso de las mujeres al poder: los acantilados de cristal. Este concepto nos permite observar cómo, en muchas ocasiones, las mujeres son llamadas a ocupar puestos de liderazgo sólo en contextos de crisis o fracaso inminente, cuando el riesgo de caer es más alto que la posibilidad real de transformación. Así, se las incluye para que se hagan cargo de lo que está a punto de colapsar, sin garantizar condiciones de apoyo, sostenibilidad o legitimidad.
Y cuando fallan porque las condiciones ya eran adversas se refuerza el prejuicio de que “las mujeres no sirven para liderar”.
El acantilado de cristal, como otros conceptos feministas, nos ofrece una herramienta de análisis para identificar nuevas formas de exclusión disfrazadas de inclusión. Y nos recuerda, una vez más, que el acceso de las mujeres al poder no basta si no se transforma también la estructura que reproduce la desigualdad. Por eso, nombrarlo es también resistir, y repensar las condiciones en las que queremos vivir, nombrarnos y gobernar.
P.D. En medio de la crisis que atraviesa nuestra universidad, vale la pena mirar con atención el valor de lo simbólico, porque no se trata únicamente de reponer un proceso, sino de garantizar que ese proceso no repita viejas exclusiones con nuevos rostros. Lo que está en juego no es sólo romper el techo de cristal, sino evitar que la primera mujer en llegar lo haga al borde de un acantilado. Que su llegada no sea sólo un gesto, sino el inicio de una transformación real y colectiva.