¿Qué nos motiva a visitar un lugar o una ciudad? Más allá de su tamaño o de su fama, lo que realmente nos mueve es su autenticidad, eso que la hace única, lo que guarda historia y resuena con nuestra necesidad de conexión, de belleza y de sentido. Lo que verdaderamente nos nutre no es lo común, sino lo singular, lo que tiene alma.
Hay ciudades que nos hablan, que nos abrazan con sus calles, con sus rincones llenos de memoria y creatividad. Son aquellas que preservan su cultura, su arte, su identidad. Difícilmente los lugares convertidos en copias de otros, vaciados de significado, logran conmovernos o dejarnos huella.
No dejo de maravillarme cada vez que entro al Cosmovitral y me siento profundamente orgullosa de saber que es único en el mundo, como lo es también el Estadio Universitario. Ambos fueron intervenidos por el artista Leopoldo Flores, quien soñó con un arte abierto, público, al alcance de todas las personas. Arte para quienes entran a admirarlo, pero también para quienes lo miran cada día de paso, rumbo a sus trabajos, al mercado, mientras esperan el autobús. Esas obras no sólo embellecen el espacio: nos pertenecen y nos transforman.
Winston Churchill, cuando le pidieron recortar el presupuesto de cultura para destinarlo a la guerra, respondió: “Si no es por defender nuestra cultura, entonces, ¿por qué luchamos?”
Porque sin cultura, sin historia, sin belleza compartida, perdemos lo que nos une, lo que nos inspira, lo que da sentido a nuestras vidas. Los lugares valiosos son los que cuentan una historia, los que honran sus raíces y se atreven a seguir creando desde su verdad.
Los colores y sabores de mi tierra no se parecen a ningún otro: el licor de mosquito, la garañona, el chorizo verde, el taco placero. Son únicos. Como lo son también los sabores de Oaxaca, de Michoacán, de Yucatán. Como lo son las pastas de Italia, los quesos de Francia, las tapas de España, los asados argentinos. Cada región guarda en su cocina un legado. Y ese legado vive en sus mercados, fondas, panaderías, cafés de barrio, no en los menús estandarizados de una cadena global.
Uno no decide ir a París, a Barcelona, a Nueva York, Addis Abeba, Santiago, Buenos Aires, Bogotá o Lima para tomar un latte de avellana en Starbucks o una hamburguesa de McDonald’s. Vamos porque anhelamos lo auténtico, lo que sólo ese lugar nos puede ofrecer. Vamos a buscar lo local, lo artesanal, lo hecho con manos que conocen y respetan su tierra.
Por eso, es tan importante defender los comercios locales. Porque son espacios con alma, con historia. Son pequeños negocios que quizás no escalan ni cotizan en bolsa, pero que sostienen sueños, vínculos y rutinas cotidianas. Lo que te da un comercio local no se envía en 24 horas ni cabe en un carrito virtual. No es sólo un producto: es una conversación, una receta, un recuerdo. Es comunidad.
Hace unos días vi una protesta contra la construcción de un Starbucks en la calle Colón. Un joven entrevistado dijo algo muy cierto: “No hace falta otro café más; aquí ya hay muchos cafés locales, con alma, auténticos.” Su preocupación es totalmente válida. Estas grandes marcas tienen la capacidad de sostener promociones agresivas durante meses, atrayendo clientela y desplazando a los negocios locales, que trabajan al día y dependen del ingreso constante para sobrevivir. Y aunque esa protesta probablemente no detenga la llegada de otra transnacional, sí deja algo claro: hay personas dispuestas a defender lo que realmente tiene valor.
Yo misma he ido —y seguiré yendo de vez en cuando— por un café a Starbucks o por una hamburguesa a McDonald’s. Pero la mayor parte del tiempo, prefiero los comercios locales: Remedios, Atelier, Macadamia, True Coffee, Intermezzo, el Merendero de Allende, el Bar 2 de Abril, los tacos del mercado, un huarache en la Alameda, una aguacatorta o unos tacos de cecina.
Porque no se trata de consumir más, sino de elegir con conciencia.
De preservar lo que nos define.
Lo que nos da sentido.
Lo que nos hace comunidad.
Lo que hace que un lugar —y su gente— sean inolvidables.
P. D. No olvido que en 2020, cuando comenzó la pandemia, fueron los comercios locales los que resistieron con dignidad. No despidieron a su gente, hicieron lo posible por cuidar a su comunidad. Las grandes transnacionales, en cambio, no dudaron en hacer recortes masivos. Ahí se ve la diferencia: lo local no sólo es negocio, es vínculo.