Sin imaginarnos qué pasa del otro lado del mundo, caminamos y no nos damos cuenta. Nos sentamos a la orilla de la fuente y pensamos en nuestro pequeño mundito que llamamos México y que encontramos catastrófico. Triste. Lleno de muertos y enterrados. Con mujeres que no tienen un líder como ese de los 43 muchachos que se robaron el camión equivocado, a la hora equivocada y que nunca han encontrado ni encontrarán. Con esas madres que se están deshaciendo por todos lados del país, queriendo encontrar en la última de las estrellas del universo una parte de sus hijos, que ya fueron triturados y enviados hasta el fondo del mar. Nunca estuvieron ni estarán, aunque encuentren un gramo de su cuerpo. Los liquidaron miserablemente. Y a ver: dígale a una mujer que su hijo no aparecerá, ¿ni para que le pueda sepultar? Se muere de nuevo.
Ese México que nunca debió de haber despertado. No es ese México Bronco, es ese todavía México en el que todas las noticias son espectacularmente terribles. No hay día en que no exista una maldición en nuestra tierra. Toda comandada por miles de extranjeros que se trajeron quién sabe de dónde, para hacer en cada parcela de tierra virgen una guerrilla. Sacar a quienes por años han arado y tenido su pedazo de lugar para vivir.
Pero ahora todos los que están transitando hacia Estados Unidos, que vienen del sur y de Centroamérica o del Caribe, que se llaman transmigrantes, están quedándose en casas del Distrito Federal, ahora honorabilísima Ciudad de México, llenando los espacios verdes, calles, centros de colonias, o donde se les pegue la gana. Y de nuestros pobres miserables indígenas, ni en donde se vayan. Se pueden ir derechito a la tiznada, o al rancho de AMLO a vivir para siempre.
Pero si eso no fuera poco, tenemos a millones de chinos que ya están empapando todo el centro de la capital de la República Mexicana. Y a ver. Ahora sáquelos. Pero para nada. Tienen requeté bien instalados sus espacios. Y punto.
Pero lo que más me ha dolido es ver todos los días a personas muertas de hambre, con su cacerolita, la más de las veces vacía, para que le den un poquito de comida, de esa que no tienen ni han probado desde hace más de muchos días. Sí, hablo de la guerra que está entablando: primero Israel, apoyada por Trump, y Ucrania, apoyada por Putin. Esos dos líderes que deberían de sentarse a ver el desastre que han estado causando en este momento, en este mundo. Se creen los poseedores universales del planeta Tierra.
Para mí es tan doloroso ver que en dos partes estratégicas de esta Tierra sagrada, que es en donde nos tocó vivir, están miles de muertos y desprotegidos. De hombres, mujeres y niños que están teniendo que salir de sus casas y que no encuentran refugio en ningún lugar. Les están destruyendo no solo sus viviendas, sino también su lugar para poder estar. Los están desintegrando nomás porque el grupo Hamás está bombardeando Israel y de vuelta lo mismo.
De verdad, qué miserables somos. Estamos llenos de rabia contra nuestros semejantes. ¿Se imagina usted esta cantidad de seres humanos, en dónde se están resguardando de las bombas; de la maldad; de la podredumbre; de la insensatez; del hambre; del miedo; del holocausto —en que sin querer ellos padecerlo— se encuentran sumergidos? Terrible.
Acabo de ver una película que se llama Putin. Y pensar que, entre estos dos, él y Trump, se encuentra el destino de este gran planeta, hermoso, lleno de todo lo bueno que encontramos a diario, que se llama Tierra…
Yo sí fui un día a Hiroshima y Nagasaki. Y la soledad y miseria que me encontré, de verdad no se la deseo a ningún lugar del mundo, por mucho que se crea que se lo merece. El universo tiene la palabra, y este par no son dioses.
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