Mujer que sabe latín…
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Publicado en Opinión

Mujer que sabe latín…

Lunes, 18 Agosto 2025 00:10 Escrito por 
Con Singular Alegría Con Singular Alegría Gilda Montaño

Un día me tocó trabajar en el CREA, que hace años era una institución llena de luz y de amor, de providencia y de apoyo para los jóvenes mexicanos. Se llamó el Consejo Nacional de Recursos para la Atención de la Juventud, y en ese tiempo era dirigido por Heriberto Galindo. Me recomendaron para estar allí mis maestros Manuel Buendía Tellezgirón y Miguel Ángel Granados Chapa.

Allí tuve la suerte de conocer a muchos jóvenes personajes que después fueron grandes guerreros en esta nación, adorada nación mexicana. Uno de ellos era Gabriel Guerra Castellanos, que entró muy jovencito y se hizo nuestro amigo. Además de eso, nos enseñó a querer a su padre, Ricardo Guerra, que era el director de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y a su adorada madre, que había muerto cuando él era muy chico: la gran Rosario Castellanos.

El pasado viernes, la presidenta de la República inauguró oficialmente la Universidad Nacional Rosario Castellanos en Comitán, Chiapas. “Más que un homenaje, este proyecto representa el cierre de un ciclo significativo”, dijo Gabriel Guerra. “Hace aproximadamente 75 años, mi madre promovió la educación y el desarrollo comunitario en las regiones tzeltal y tzotzil de Chiapas a través del Teatro Petul, un programa de teatro guiñol. Hoy, en el mismo suelo donde sembró esta semilla, se levanta una universidad que lleva su nombre. El esfuerzo y la visión siempre rinden frutos".

La gran Rosario Castellanos, madre de Gabriel Guerra, murió hace 50 años, un 7 de agosto de 1974. Gabriel tenía solo 13. Mujer asombrosa: madre, poetisa, novelista, diplomática; ha sido considerada una de las mujeres mexicanas más importantes del siglo XX. Precursora del feminismo. Yo la pondría a la altura de Sor Juana Inés de la Cruz y de Leona Vicario, mexicanas de distintas épocas, o de Simone de Beauvoir. Espléndidos seres humanos. Las amo.

He aquí lo que escribió en 1973. Espléndido y bien cierto: “Mujer que sabe latín… A lo largo de la historia (la historia es el archivo de los hechos cumplidos por el hombre, y todo lo que queda fuera de él pertenece al reino de la conjetura, de la fábula, de la leyenda o de la mentira), la mujer ha sido más que un fenómeno de la naturaleza, más que un componente de la sociedad, más que una criatura humana: un mito”.

Simone de Beauvoir afirma que el mito implica siempre un sujeto que proyecta sus esperanzas y sus temores hacia el cielo de lo trascendente. En el caso que nos ocupa, el hombre convierte a lo femenino en un receptáculo de estados de ánimo contradictorios y lo coloca en un más allá en el que se nos muestra una figura, si bien variable en sus formas, monótona en su significado.

Y el proceso mistificador, que es acumulativo, alcanza a cubrir sus invenciones de una densidad tan opaca, las aloja en niveles tan profundos de la conciencia y en estratos tan remotos del pasado que impide la contemplación libre y directa del objeto, el conocimiento claro del ser al que ha sustituido y usurpado. El creador y espectador del mito ya no ven en la mujer a alguien de carne y hueso, con ciertas características biológicas, fisiológicas y psicológicas; menos aún perciben en ella las cualidades de una persona que se les semeja en dignidad, aunque se diferencia en conducta, sino que advierten solo la encarnación de algún principio, generalmente maléfico, fundamentalmente antagónico.

Si nos remontamos a las teogonías primitivas que tratan de explicarse el surgimiento, la existencia y la estructura del universo, encontraremos dos fuerzas que, más que complementarse en una colaboración armoniosa, se oponen en una lucha en que la conciencia, la voluntad, el espíritu, lo masculino, en fin, subyugan a lo femenino, que es pasividad inmanente, que es inercia.

Sol que vivifica y mar que acoge su dádiva; viento que esparce la semilla y tierra que se abre para la germinación; mundo que impone el orden sobre el caos; forma que rescata a la materia: el conflicto se resuelve indefectiblemente con el triunfo del hombre. Pero el triunfo, para ser absoluto, requeriría la abolición de su contrario.

Como esa exigencia no ocurre, el vencedor —que posa su planta sobre la cerviz del enemigo derribado— siente, en cada latido, una amenaza; en cada gesto, una inminencia de fuga; en cada ademán, una tentativa de sublevación. Y el miedo engendra nuevos delirios monstruosos.

Sueños en que el mar devora al sol en la hora del crepúsculo; en que la tierra se nutre de desperdicios y de cadáveres; en que el caos se desencadena liberando un enorme impulso orgiástico que excita la licencia de los elementos, que desata los poderes de la aniquilación, que confiere el cetro de la plenitud a las tinieblas de la nada.

El temor engendra, a un tiempo, actos propiciatorios hacia lo que los suscita y violencia en su contra. Así, la mujer, a lo largo de los siglos, ha sido elevada al altar de las deidades y ha aspirado el incienso de los devotos. Cuando no se la encierra en el gineceo, en el harén, a compartir con sus semejantes el yugo de la esclavitud; cuando no se la confina en el patio de las impuras; cuando no se la marca con el sello de las prostitutas; cuando no se la doblega con el fardo de la servidumbre; cuando no se la expulsa de la congregación religiosa, del ágora política, del aula universitaria.

Esta ambivalencia de las actitudes masculinas no es más que superficial y aparente. Si la examinamos bien, hallaremos una indivisible y constante unidad de propósitos que se manifiesta enmascarada de tan múltiples maneras. Supongamos, por ejemplo, que se exalta a la mujer por su belleza.

No olvidemos entonces que la belleza es un ideal que compone y que impone el hombre, y que, por extraña coincidencia, corresponde a una serie de requisitos que, al satisfacerse, convierten a la mujer que los encarna en una inválida, si es que no queremos exagerar declarando, de un modo mucho más aproximado a la verdad, que en una cosa. Yo diría que la belleza y el amor. ¡Cómo nos inventamos cosas!

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Gilda Montaño

Con singular alegría