Batalla de Churubusco por Carl Nebel
La Guerra entre México y los Estados Unidos es, quizás, uno de los procesos y episodios históricos más polémicos en los poco más de 200 años de vida independiente de la nación mexicana. En un lapso menor a tres años, la entonces joven nación perdió aproximadamente el 55 % de su territorio, lo que significó una herida en las relaciones diplomáticas y la vida política de nuestro país. Durante mucho tiempo, los libros escolares mostraron este suceso como una vejación y ultraje a la soberanía de nuestra nación, sin abordar otras causas más profundas.
Si bien es cierto que el resultado fue enormemente perjudicial para México, estudios recientes han demostrado que la guerra va más allá de un simple abuso de poder de Estados Unidos. Durante ese lapso, nuestro país era un caos político en toda la extensión de la palabra: disputas por el poder, problemas financieros, desigualdad social y un ejército con mucha influencia en la política. Sin embargo, dentro de toda esta situación hay historias que vale la pena rescatar por su heroísmo, por la resistencia y los contrastes que presentaron. Una de esas historias fue la Batalla de Churubusco, acontecida un 20 de agosto de 1847.
Y como toda historia merece un principio, vamos a empezar por este. Para agosto de 1847, las tropas estadounidenses tenían ocupada la mayor parte de los territorios del norte, incluidos los estados de Coahuila, Chihuahua y Nuevo León. Por otra parte, el general norteamericano Winfield Scott había iniciado un irrefrenable avance hacia la ciudad de México, tomando en su camino las ciudades de Puebla y Veracruz, siendo la ciudad de México y el altiplano central las únicas zonas de resistencia contra la invasión.
No obstante, con las tropas enemigas a días de la capital, para inicios del mes de agosto la ciudad de México inició los preparativos para defenderse del invasor. Se cavaron fosos, se desmanteló la plaza de toros para usar su madera en obras de defensa e incluso habitantes de la capital con escasa preparación militar se unieron a las fuerzas defensivas. Un 9 de agosto de 1847, las campanas de la Catedral anunciaron la llegada del enemigo a las afueras de la ciudad de México; la batalla era inevitable.
El 19 de agosto, la División del Norte, el cuerpo más experimentado del ejército mexicano, al mando del general Gabriel Valencia, fue derrotada en las Lomas de Padierna, lo que obligó a las tropas a replegarse hacia Coyoacán. El 20 de agosto, los soldados norteamericanos, quienes buscaban coronar su victoria, persiguieron al ejército nacional, logrando tomar el Puente de Churubusco. Para continuar la defensa y dar tiempo al ejército mexicano de replegarse a la ciudad de México, los generales Manuel Rincón y Pedro María Anaya se fortificaron en el antiguo Convento de Nuestra Señora de los Ángeles, en San Diego Churubusco.
Si bien no era el lugar más idóneo para una batalla, el grueso de los muros del edificio lo convertía en una buena defensa contra la artillería norteamericana. Aunque las fuentes son un tanto imprecisas, se estima que entre 1,200 y 1,400 soldados del ejército nacional se atrincheraron en los muros del convento para iniciar la defensa. Entre los defensores de Churubusco se encontraba el célebre Batallón de San Patricio, cuerpo militar formado, en su mayoría, por soldados irlandeses, alemanes, polacos y escoceses, todos desertores del ejército norteamericano.
Ante las raquíticas defensas, los poco más de 8,000 soldados yanquis, a mando de los generales Winfield Scott y David E. Twiggs, atacaron ferozmente el convento, siendo rechazados valerosamente por las escasas tropas mexicanas. Varios intentos de Twiggs por tomar la plaza fueron infructuosos; debido a esto, los norteamericanos ocuparon la Hacienda de Portales y bloquearon la retaguardia del convento, con el fin de mermar la defensa mexicana, pero los soldados mexicanos siguieron batiéndose por unas horas más, ante el asombro de las divisiones enemigas.
Con el paso del tiempo, las bajas en las tropas de Scott crecían de forma alarmante, llegando a contabilizar más de 300 decesos en el fragor de la batalla. Los mexicanos, firmes en sus posiciones, comenzaron a notar que se agotaron las municiones, y las sobrantes eran de un calibre distinto, por lo que era inútil usarlas. Ante este dilema, el general Anaya, para evitar más bajas, entregó la plaza de Churubusco tras un esfuerzo por demás apoteósico, memorable y sorprendente. Una historia popular comenta que cuando Twiggs ordenó entregar a Anaya el parque, es decir, la artillería y municiones del ejército, éste contestó: “Si tuviera parque, no estaría usted aquí”.
Si bien es cierto que el esfuerzo de los defensores fue heroico, es necesario señalar que también fue ineficaz, debido a que Antonio López de Santa Anna ya se encontraba en retirada con una parte del ejército; también, varios funcionarios políticos habían emprendido la huida, dejando a la ciudad de México en una absoluta orfandad. Pese a lo anterior, el observador de la historia no debe vilipendiar el esfuerzo de los defensores del 20 de agosto, quienes, en inferioridad numérica, militar y económica, lograron realizar una de las más heroicas defensas en la guerra de intervención norteamericana.
Tiempo después, el 13 de septiembre, ocurrió la toma del Castillo de Chapultepec, último reducto antes de la ciudad de México. Dos días después, en vísperas de la conmemoración del inicio de la independencia, el ejército norteamericano ocupó la capital; la bandera de las barras y las estrellas hondeó en Palacio Nacional, iniciando una ocupación que concluiría con la firma de los infames Tratados de Guadalupe-Hidalgo, en los cuales México cedió 2.4 millones de kilómetros a Estados Unidos. Con esto se decretaba el fin de las hostilidades entre ambos países.
Hoy en día, el lugar de la batalla es sede del Museo Nacional de las Intervenciones, recinto dedicado a difundir la historia de las intervenciones extranjeras y armadas en nuestro país. La batalla de Churubusco y la guerra contra Estados Unidos en su totalidad no deben verse solo como una derrota humillante o gloriosa de manera aislada. El conflicto bélico con Estados Unidos debe abordarse como un proceso que, a la postre, sirvió para forjar la identidad y la actual política exterior de México, basada en el principio de No Intervención. Si poco a poco logramos eso, los esfuerzos de los defensores de esta guerra habrán cumplido un propósito con las generaciones más jóvenes.
Por Juan Manuel Pedraza, historiador
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