El fenómeno de la corrupción en México se extiende más allá de un simple soborno o malversación de fondos. Abarca el abuso del poder, el uso de recursos públicos para el beneficio personal y la erosión de la confianza en las instituciones democráticas. Es un problema estructural y multifactorial que impacta negativamente en el desarrollo, la seguridad y la gobernanza.
¿Qué pasó en torno a la corrupción entre 1994 y 2018? Importa ese periodo porque son los casi 25 años en que México tuvo gobiernos (más) democráticos. Zedillo enfrentó “el error de diciembre”, que originó la quiebra de los bancos. Tomó una medida técnica y necesaria para proteger a los ahorradores, a la que se llamó FOBAPROA. Sin embargo, tuvo problemas importantes de opacidad y corrupción que no se solucionaron ni se castigaron. Si bien Fox llegó a la presidencia como resultado de un movimiento ciudadano, la organización “Amigos de Fox” enfrentó acusaciones de financiamiento ilegal. La defensa de Fox fue una retórica emocional, agresiva y ofensiva, sin rendición de cuentas. Durante el gobierno de Calderón se acusó a la cúpula de seguridad de estar vinculada al crimen organizado. El presidente optó por un deslinde legalista, aseguró que nunca tuvo evidencia de que su exsecretario estuviera involucrado en actividades ilícitas y defendió la llamada “guerra contra el narco” como una decisión “correcta, legal, moral y políticamente necesaria”.
Finalmente, el sexenio de Peña estuvo marcado por escándalos, entre los que sobresalió la “Casa Blanca”. También estuvo el caso de Odebrecht, una trampa de sobornos internacionales, y la “Estafa Maestra”, que terminó en una “impunidad maestra”. La actitud de Peña fue reveladora de la profunda debilidad del Estado para aplicar la ley, pues se limitó a ofrecer una disculpa. No hubo castigo para la red de funcionarios y cómplices privados responsables de alto nivel del tremendo desfalco.
La 4T llegó al poder con la promesa de la lucha anticorrupción… que se limitó a múltiples apariciones de un pañuelo blanco en la conferencia matutina, pero dejó morir el mecanismo diseñado por la sociedad: el Sistema Nacional Anticorrupción. Todos los casos anteriores palidecen frente a escándalos como el desfalco en SEGALMEX, los sobres de dinero entregados a sus familiares “para el movimiento” y el porcentaje de asignaciones directas de contratistas (con empresas creadas al efecto y administradas por familiares de la cúpula morenista). López Obrador sólo atinaba a indignarse frente a las cámaras, prometía llevar las investigaciones “hasta sus últimas consecuencias” y justificaba a sus amigos involucrados como “víctimas de los malos”.
Otra reacción del expresidente, como en el caso de su hermano Pío López Obrador, fue calificar el escándalo como “montaje de sus adversarios neoliberales” y acusó al mensajero (Loret de Mola) de ser mafioso protegido. La narrativa presidencial socavó la credibilidad del discurso anticorrupción y demostró que la supuesta superioridad moral no se tradujo en aplicación de la ley.
Ahora, Sheinbaum enfrenta el “huachicol fiscal”, el escándalo de corrupción más grave que se ha presentado en la historia de México. El robo directo y contrabando de petróleo crudo y combustibles a través de aduanas, evadiendo impuestos, representa el mecanismo para que las instituciones del Estado se roben a sí mismas, con amplia participación de privados en inmensas redes de complicidad. Según el análisis realizado por Barnés Castro, la afectación a Pemex, sólo por robo directo de crudo (en el sexenio anterior), se estima en 17,200 millones de dólares, y la evasión fiscal es de 11,000 millones de dólares. Con todo lo grave que es este asunto, la pregunta está en el aire: ¿marcará esto el declive de la actual administración?
Así pues, la impunidad sigue tan campante: quien la hace no la paga. Quizá México requiera un nuevo “acuerdo social” que articule la lucha contra este flagelo, una batalla por el cambio cultural tanto en la sociedad como en el gobierno, que recupere la confianza en las instituciones que deberían funcionar para mejorar la calidad de vida en el país a través del control y la impartición de justicia. No parece conveniente que las medidas “anticorrupción” que se toman sean reacciones a la presión estadounidense ante la amenaza de nuevos aranceles. Mexicanas y mexicanos requerimos desnormalizar la corrupción, con principios éticos de integridad y honestidad.
La aplicación del estado de derecho empieza en la exigencia individual de que “quien la hace, la paga”, incluidos los hijos del expresidente y múltiples familiares de la cúpula morenista. El empoderamiento de ciudadanos vigilantes que exijan el pleno funcionamiento de la transparencia, que denuncien, defiendan la libertad de expresión y, principalmente, respeten la ley y exijan su correcta aplicación para crear contrapesos esenciales cuando las instituciones fallan, es el piso que nos toca poner.