Democracia sin horizonte La memoria, por sí sola, no detiene a la extrema derecha ni a los populismos
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Democracia sin horizonte La memoria, por sí sola, no detiene a la extrema derecha ni a los populismos

Jueves, 18 Diciembre 2025 00:10 Escrito por 
Matices Matices Ivett Tinoco García

El domingo pasado, un candidato de extrema derecha, cercano al pinochetismo, ganó las elecciones en Chile. Como suele ocurrir en estos casos, las redes sociales se llenaron de advertencias sobre el avance de la extrema derecha en el mundo y, en particular, en América Latina. Casi de inmediato reapareció una explicación conocida: la responsabilidad recaería en los jóvenes, acusados de no tener memoria histórica, de carecer de conciencia social y de estar “enajenados” por las redes sociales.

Sin embargo, esta explicación es demasiado simple y, sobre todo, cómoda. El avance de la extrema derecha —al igual que el de distintos populismos— no puede entenderse únicamente como un error electoral ni como una falla generacional. Conviene recordar, antes que nada, que la alternancia entre fuerzas políticas forma parte de la democracia. Lo alarmante no es el cambio, sino que proyectos que debilitan las instituciones, simplifican los conflictos sociales y concentran el poder vuelvan a presentarse como soluciones.

Para comprender este fenómeno es necesario aclarar qué entendemos por izquierda y derecha. No se trata de etiquetas morales ni de una división entre “buenos” y “malos”, sino de distintas maneras de imaginar cómo debe organizarse una sociedad. La izquierda parte de la idea de que las desigualdades no son naturales, sino el resultado de decisiones políticas y económicas, y que, por lo tanto, pueden y deben corregirse mediante derechos, políticas públicas y condiciones de vida dignas. La derecha, en cambio, tiende a aceptar la desigualdad como inevitable, pone el acento en el mérito individual, confía en el mercado como principal organizador de la vida social y defiende un Estado más limitado. En el contexto global neoliberal, la izquierda propone recuperar un Estado regulador, mientras que la derecha insiste en profundizar la lógica del mercado.

El problema aparece cuando estas diferencias se radicalizan y derivan en proyectos autoritarios. Tanto la extrema derecha como los populismos —de distintos signos ideológicos— comparten rasgos preocupantes: la apelación constante al miedo o a la indignación, la construcción de enemigos internos, la desconfianza hacia las instituciones democráticas, el desprecio por los contrapoderes y la promesa de soluciones rápidas a problemas complejos. Cambian los discursos, pero el resultado es similar: una democracia más frágil.

En América Latina, muchas generaciones se identificaron con la izquierda porque vivieron en carne propia la injusticia: dictaduras, represión, pobreza estructural, desigualdad extrema y exclusión de derechos básicos. Para ellas, la izquierda no fue una consigna abstracta, sino una promesa concreta de democracia con justicia social, una forma de decir “nunca más” al autoritarismo. Hoy, sin embargo, varios gobiernos que se autodefinen de izquierda están lejos de encarnar ese proyecto y, en algunos casos, han reproducido lógicas personalistas y populistas que también erosionan la vida democrática.

Entonces, ¿por qué sorprende el avance de la extrema derecha y de los populismos? Porque se asumió que la historia había dejado lecciones definitivas, que la memoria del pasado bastaría para impedir su repetición. Pero la historia no avanza en línea recta ni garantiza aprendizajes automáticos.

Culpar a los jóvenes es una salida fácil, pero poco honesta. La memoria no se hereda como un objeto: se construye a partir de experiencias. Y las nuevas generaciones no vivieron las dictaduras, pero sí habitan un presente marcado por la precariedad laboral, la inseguridad, el endeudamiento, la dificultad para acceder a una vivienda, la crisis ambiental y una sensación extendida de futuro bloqueado.

Aquí aparece una pregunta incómoda: ¿Y si el problema no es la falta de conciencia social de la juventud, sino el mundo que les dejamos? Durante décadas —incluso bajo gobiernos progresistas— se aceptaron modelos económicos que precarizaron la vida, se degradó el medio ambiente en nombre del crecimiento y se redujo la política a administrar lo existente. Ese vacío de futuro fue ocupado, una y otra vez, por discursos autoritarios o populistas que prometen protección, orden o redención inmediata.

Cuando una sociedad deja de ofrecer horizontes, la esperanza se transforma en miedo. Y el miedo es el terreno más fértil tanto para la extrema derecha como para los populismos. Unos prometen orden; otros, salvación. Pero ambos simplifican la realidad y debilitan la democracia.

Frente a este escenario, muchas izquierdas han respondido desde la corrección moral o la épica discursiva, pero sin una promesa concreta de vida mejor. No es que la juventud haya abandonado la conciencia social; es que la conciencia social, sin instituciones sólidas y sin un futuro creíble, no alcanza.

Por eso, la pregunta central no debería ser qué les falta a los jóvenes, sino qué falló en nuestras democracias para que opciones autoritarias y populistas vuelvan a parecer viables. La verdadera memoria histórica no consiste únicamente en recordar el pasado, sino en no reproducir las condiciones que hicieron posible sus peores consecuencias.

Esto no implica absolver a las nuevas generaciones ni reducirlas a víctimas pasivas. Toda generación tiene la responsabilidad de interrogar críticamente la realidad que habita, de no naturalizar la injusticia y de participar activamente en la construcción de su destino colectivo. La precariedad y el desencanto explican mucho, pero no pueden convertirse en excusas para renunciar al pensamiento crítico.

La extrema derecha y los populismos avanzan cuando el miedo ocupa el lugar de la esperanza. Frenarlos no es tarea de una sola generación ni se logra solo con memoria del pasado. Requiere corresponsabilidad, instituciones democráticas fuertes, imaginación política y un compromiso compartido con la justicia social. Construir un mundo más justo no es una herencia asegurada: es una tarea urgente y colectiva que solo puede sostenerse si cada generación asume su parte y deciden, juntas, no renunciar al futuro.

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Ivett Tinoco García

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