Sed de control
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Publicado en Opinión

Sed de control

Jueves, 11 Diciembre 2025 00:00 Escrito por 
Palabras al viento Palabras al viento Juan Carlos Núñez

La reforma a la Ley General de Aguas Nacionales es uno más de los movimientos regresivos que el Estado mexicano ha orquestado. Contribuye a la reingeniería institucional al desmantelar los incipientes mercados de derechos de agua y consolidar un modelo de gestión hipercentralizado.

En este espacio hablamos hace tiempo de “Por qué fracasan los países”, de Daron Acemoglu y James A. Robinson, texto en el que se destaca el andamiaje intelectual necesario para analizar esta legislación. Recordemos que la tesis central de los autores es que la prosperidad de una nación no depende de su geografía, su cultura o su ignorancia, sino de sus instituciones. Las instituciones económicas inclusivas son aquellas que hacen valer los derechos de propiedad, crean igualdad de oportunidades y fomentan la inversión en habilidades y nuevas tecnologías. Además, permiten a los ciudadanos tomar decisiones económicas libres, a sabiendas de que el fruto de su esfuerzo (cosecha, inversión en riesgo tecnificado) no será expropiado arbitrariamente por un Estado o una élite.

Por el contrario, las instituciones extractivas son diseñadas para extraer ingresos y riqueza de un sector de la sociedad, para beneficiar a la élite política en el poder. La reforma que nos ocupa cumple cabalmente con esta definición porque elimina la capacidad de los particulares para transferir derechos de agua y somete la producción agrícola a la discrecionalidad de una “autoridad (centralizada) del agua”. En el libro se argumenta que, para que un país crezca, se necesita proteger la propiedad privada. En este caso, no solo la tenencia de la tierra, sino el derecho a usar los recursos asociados a ella para agregar valor. La tierra agrícola sin agua garantizada pierde su valor comercial y productivo, convirtiéndose en un activo “muerto” o, peor aún, en una concesión feudal revocable a capricho del gobernante.

La retórica del gobierno de Sheinbaum afirma que buscan “la recuperación de la rectoría del Estado” y “el fin de la mercantilización”. Sin embargo, en la práctica política, desmercantilizar significa “burocratizar”. En el mecanismo anterior, con notificación previa a Conagua, un agricultor (A) podía ceder sus derechos a otro agricultor (B) o a una industria, a cambio de una contraprestación. Esto permitía mover el agua a usos de más alto valor e incentivaba la eficiencia. Si (A) tecnificaba su riego y ahorraba agua, podía vender el excedente. El mecanismo aprobado establece que “no será posible transmitir títulos de concesión entre particulares”. Si un usuario ya no requiere agua, debe devolverla al Estado. Si alguien la necesita, debe solicitarla a Conagua, que decidirá discrecionalmente a quién asignarla. Se elimina cualquier incentivo para la eficiencia. Si un agricultor ahorra agua, el Estado se la quita sin compensación; el incentivo racional será desperdiciar agua o usar el volumen concesionado, aunque no lo necesite, para evitar perder el derecho.

El artículo 82 Bis ejemplifica la voracidad recaudatoria y de control. Después de la reforma dice que “la captación de agua pluvial para uso personal y doméstico se regulará en los términos previstos… la captación de agua pluvial que no tenga por objeto el consumo personal y doméstico requerirá autorización de la autoridad del agua…”. Esto implica la criminalización de la autosuficiencia porque, históricamente y bajo el Código Civil, el dueño del predio era dueño del agua pluvial. La reforma ha cambiado esta circunstancia. Ahora no se podrá construir un bordo para abrevadero, porque requerirá permiso federal. La burocracia será apabullante. Imagine cientos de miles de productores temporaleros solicitando autorizaciones ante Conagua: será el caos. La situación es tan absurda que orilla a la ilegalidad sistémica, porque la ley tiene requisitos imposibles de cumplir. Conagua tendrá inspectores para extorsionar: “o me apoyas políticamente o te clausuro tu bordo”.

Peor todavía, al crear el Registro Nacional de Agua y Bienestar (Renab), se elimina el registro público de la propiedad y, con su efecto centralizador, se pierde el federalismo. Los organismos de cuenca deberán ser gestores técnicos regionales, relegados a un papel secundario, y tendrán una contradicción presupuestal, dado que no hay presupuesto para la centralización de funciones. No tendrán capacidad operativa, receta perfecta para la parálisis y la corrupción.

Los campesinos son sabios. La narrativa de los manifestantes desmonta la propaganda oficial. No protestan por privilegios, sino por supervivencia. Dicen: “nos quieren robar el agua”. El campesino siente que el agua que ha cuidado y usado por generaciones será confiscada por decreto. Además, los productores denuncian que la ley los trata como delincuentes y criminaliza la producción con penas de prisión que van de 1 a 10 años. Los “delitos hídricos” serán herramientas de represión política. Existe una clara conciencia de que, sin agua, la tierra no vale; por eso defienden la propiedad. Su planteamiento es simple: “Si no puedo heredar mi concesión, no puedo heredar mi patrimonio”. El reclamo es recurrente.

Con esta ley, el agua se convierte en el gran látigo del sistema político. El campesino deja de ser empresario agrícola para convertirse en solicitante perpetuo del favor estatal. Un total fracaso institucional. El talento y la energía de la gente se desvían de la producción hacia la politiquería y la búsqueda de rentas.

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Juan Carlos Núñez

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