En plena Ciudad de México, dentro de las demarcaciones de la alcaldía Venustiano Carranza y muy cerca de la Terminal de Autobuses de Oriente, en San Lázaro, se encuentra un edificio muy importante, tanto para la historia de México como para la historia del sistema penitenciario mexicano: el Palacio Negro de Lecumberri, llamado así porque los terrenos donde se edificó pertenecían en otro momento a un hacendado español con ese apellido. En sus más de 76 años como penitenciaría del otrora Distrito Federal, la prisión de Lecumberri nos dejó muchas anécdotas, pero sobre todo grandes lecciones históricas.
Cabe señalar que, previo a la construcción de la cárcel de San Lázaro, existían diferentes penitenciarías en la Ciudad de México; la inmensa mayoría ocupaba antiguos conventos o edificios coloniales. Ejemplo de esto son la cárcel de la Acordada, la cárcel de Belén y la prisión de Santiago Tlatelolco. Sin embargo, desde mediados del siglo XIX surgió la necesidad de construir una prisión bajo estándares modernos que reagruparan a la gran cantidad de prisioneros en el centro del país. Quien inició este proyecto fue el arquitecto Lorenzo de la Hidalga, en 1850, quien realizó unos bocetos de una prisión de forma circular que priorizaba la vigilancia; este proyecto nunca se concretó.
Ya en el Porfiriato se retomó la idea de construir una prisión cuya función no solo fuera la de recluir a los prisioneros, sino de incorporarlos como personas útiles a la sociedad. Bajo esta óptica se retomó el proyecto del arquitecto de la Hidalga y se eligió una llanura cercana a la estación de ferrocarril de San Lázaro, trabajo que no resultó fácil dadas las condiciones del terreno. El proyecto lo inició el presidente Manuel González en 1885; sin embargo, levantar un edificio de gran magnitud en un terreno antes lacustre resultó todo un desafío, por lo que la prisión de Lecumberri fue inaugurada hasta el año 1900, 15 años después del inicio de su construcción.
Bajo la dirección del ingeniero Antonio Torres Torija, la cárcel fue única en su género; tenía una torre central que vigilaba un total de 8 crujías o pasillos para prisioneros, los cuales en total poseían una capacidad máxima de 804 celdas para delitos de orden común, aunque con el paso del tiempo hubo estafadores, asesinos, políticos e incluso luchadores sociales y críticos al sistema oficial. La penitenciaría contaba, a su vez, con varias secciones que se ocupaban como oficinas administrativas, servicio médico, salas de espera y de visita para los familiares de los reos. Aunque el plan originalmente fue presentar una moderna prisión destinada a la rehabilitación de los presos, muy pronto los hechos contradijeron este objetivo.
La prisión muy pronto vio rebasada su capacidad, y de los 804 prisioneros para los que fue destinada, Lecumberri terminó siendo habitada por casi 9,000 internos. Las fuentes de la época mencionan que las celdas a veces eran ocupadas por 10 o más prisioneros que vivían en condiciones infrahumanas, antihigiénicas y de hacinamiento. Paulatinamente, la prisión de Lecumberri se convirtió en un sitio lúgubre donde las torturas, abusos, maltratos y corrupción se volvieron aspectos bastante comunes; en muchas ocasiones, los propios guardias y directivos perpetraron y permitieron estos abusos.
Pese a su tétrica y, a veces, horripilante historia, no podemos negar que la expenitenciaría de la Ciudad de México es un sitio emblemático para nuestra historia. El 22 de febrero de 1913 fueron asesinados el presidente Francisco I. Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez a las afueras de la prisión, hecho que consumó el golpe de Estado al gobierno legal de Madero; asimismo, otro hecho célebre fue la fuga del narcotraficante Dwight Worker en 1975, quien escapó auxiliado por su esposa. De la misma manera, no podemos olvidar que dentro de sus instalaciones se grabó la película Nosotros los pobres, protagonizada por el mítico actor Pedro Infante.
Algunos prisioneros famosos que circularon por los muros de la prisión fueron: el muralista David Alfaro Siqueiros; los escritores José Revueltas, José Agustín y Álvaro Mutis; los líderes estudiantiles del movimiento de 1968, Luis González de Alba y Gilberto Guevara Niebla; el general Humberto Mariles Cortés, doble medallista de oro en las Olimpiadas de Londres 1948; los asesinos seriales Gregorio “Goyo” Cárdenas Hernández, Higinio “El Pelón” Sobera y José Ortiz Muñoz “El Sapo”; el cantante Juan Gabriel; así como Félix Díaz, sobrino de Porfirio Díaz y uno de los principales artífices del golpe de Estado contra el presidente Madero.
Para fines de 1976, la prisión de San Lázaro presentaba ya muchos signos de deterioro y decadencia, por lo que las administraciones de Luis Echeverría y José López Portillo buscaron reubicar a la gran cantidad de presos que había dentro de sus muros. De esta forma, en mayo de 1977 se clausuró el edificio y el gobierno mexicano decidió darle otro uso. Después de muchas remodelaciones, la penitenciaría que había causado pánico en miles de personas se convirtió en el Archivo General de la Nación, la casa de la memoria histórica de México, que abrió sus puertas en 1982 para dar paso a una nueva etapa del lúgubre edificio. Hoy en día, el Archivo General de la Nación continúa brindando servicio en el edificio de la antigua cárcel de Lecumberri.
Aunque con una historia lúgubre en la cual se perpetraron miles de abusos durante décadas, el famoso Palacio Negro de Lecumberri es un edificio histórico, emblemático, testigo de nuestra historia reciente. Su triste historia nos deja muchas lecciones que aún hoy podemos aplicar. Su pasado nos hace notar que, por mucho empeño que haya por modernizar el sistema penitenciario y la reinserción social, estas no serán posibles cuando la corrupción sea una constante en todos los niveles de gobierno. Hoy más que nunca, el Estado debe analizar este tipo de historias para mejorar no solo el sistema penal, sino también la calidad de vida de muchos mexicanos.
Por Juan Manuel Pedraza Velásquez, historiador por la UNAM.
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