Cuántas veces hemos escuchado que los jóvenes son apáticos frente a la política?
¿Cuántas veces les hemos llamado indiferentes, desconectados, incluso adictos al mundo digital?
¿Nos hemos detenido a pensar qué discursos han escuchado desde pequeños —en la escuela, en la casa, en los medios— sobre la política y quienes la ejercen?
¿Cómo esperar interés cuando han crecido oyendo que todos los políticos son corruptos, ineficaces o que sólo velan por intereses propios?
Y justo cuando las y los jóvenes se activan, se organizan, interpelan y cuestionan el orden establecido, nos incomodan. Nos cuesta trabajo comprender sus formas de protesta, sus modos de articular el malestar.
Lo hicimos con las jóvenes feministas al decir: “Esas mujeres no me representan”, y lo repetimos con estudiantes que hoy alzan la voz desde las aulas, las calles o las redes sociales.
¿De qué forma quisiéramos que se expresaran? ¿Qué tipo de protesta es tolerable, aceptable, digerible para nosotros?
Cada generación ha encontrado sus propios lenguajes de lucha. Esta, en particular, se expresa con fuerza: con pintas, con intervenciones al espacio público, con cuerpos en la calle, con cristales rotos que desestabilizan un orden simbólico que muchas veces se confunde con verdad o justicia.
Como dice Judith Butler, “la interpelación puede tomar la forma de una violencia simbólica que obliga a los sujetos a asumir una posición determinada dentro de un régimen de verdad”. Los jóvenes de hoy no sólo rechazan esa posición impuesta, la confrontan, con formas de expresión que trastocan lo que creemos legítimo, estético o racional.
Y ahí está la pregunta central: ¿qué es lo que realmente nos incomoda? ¿La forma en que protestan, o el contenido de su reclamo? ¿Por qué la indignación se concentra más en los muros rayados que en las violencias que los generan?
La iconoclasia, entendida como la intervención o destrucción de símbolos, no es nueva ni gratuita. Como plantea Rita Segato, “los monumentos no son inocentes; son narrativas de poder erigidas en piedra”. Rayarlos, intervenirlos, destruirlos incluso, es una forma de disputar esas narrativas. Es un acto de memoria disidente que interpela directamente a los relatos oficiales que glorifican la violencia patriarcal, colonial y estatal.
No se trata de vandalismo sin sentido. Como bien lo señala Nancy Fraser, “las luchas por el reconocimiento no son meros gritos de identidad, sino reclamos por justicia cultural frente a formas persistentes de menosprecio”. La iconoclasia, entonces, es una práctica política que denuncia ese menosprecio estructural. No ataca el objeto, sino lo que ese objeto representa: impunidad, olvido, exclusión.
Las pintas o vidrios rotos no son ataques personales ni actos al azar. Son expresiones de una tradición de protesta que, al ser ignorada en sus formas más institucionales, toma otros lenguajes más disruptivos. Cuando las instituciones no escuchan, el cuerpo, la pared, el monumento se convierten en espacios de denuncia.
La iconoclasia mexicana contemporánea deja claro que los símbolos no son neutros. Un monumento puede ser orgullo para algunos, y violencia encarnada para otros. El conflicto no está en la destrucción de una estatua, sino en lo que revela: la lucha por que todos los cuerpos cuenten, por que todas las voces sean escuchadas.
La incomodidad es inevitable. Pero también es política.
¿Estamos dispuestos a escuchar ese ruido?
¿O preferimos seguir reparando paredes mientras ignoramos las grietas del sistema?