Un extraño caso…
DigitalMex - Periodismo Confiable
Publicado en Opinión

Un extraño caso…

Lunes, 10 Noviembre 2025 00:15 Escrito por 
Con Singular Alegría Con Singular Alegría Gilda Montaño

Me acaba de dar Gabriel Escobar, notario No. 5 de Toluca, una serie de legajos de su madre, doña Albertina Ezeta. Me puse a leer algunos de éstos y me encontré un artículo de un hombre sensacional, que ha escrito por lo menos 54 libros. Me dejó boquiabierta lo que leí. Era un tema de verdad para escudriñar y validar. Y yo sí le creo a quien lo escribe.

Me encontré de pura casualidad, de sopetón y sin haberlo buscado, un texto del doctor José Manuel Villalpando, maestro de la Libre de Derecho. Un texto que me hizo pensar mucho en los pactos masónicos y sus códigos de valores, y del prestigiado Benito Juárez, también abogado, presidente de México y masón. Habla el primero de que a Maximiliano de Habsburgo, ex emperador de México, no lo mataron en el Cerro de las Campanas, sino que lo mandaron muy cuidado a El Salvador, en donde el presidente Juárez protegía a los liberales e incluso les ayudó a llegar al poder. Esto fue en 1867. O sea, no fue fusilado en Querétaro, sino que fue perdonado por Juárez y falleció muchos años después, escondido y con una nueva identidad.

Esto lo investigó Rolando Deneke, quien habla de un misterioso personaje llamado Justo Armas, que vivió en El Salvador desde 1868 hasta su muerte en 1936. Él, Deneke, está convencido de que Armas era en realidad Maximiliano, quien asumió una nueva identidad gracias al gobierno salvadoreño y por indicaciones del gobierno de Juárez, y porque ya no quería vivir con su esposa Carlota, pues creía que estaba loca.

Deneke encontró fotografías de Maximiliano, de Carlota, vajillas, cuchillería, platería, cristalería, muebles, adornos, y todos con el monograma imperial de Maximiliano. También encontró fotos de la familia imperial austriaca, así como panorámicas de México. Ese tesoro indudablemente perteneció a la casa imperial mexicana. Había recuerdos, incluyendo banderas imperiales mexicanas.

Se encontró también que Armas y Maximiliano tenían la letra exactamente igual. A mí me pareció un extraordinario suceso. Y si alguna vez respeté a Benito Juárez, ahora lo hago más. Yo no dudaría ni un segundo que un hombre tan inteligente, pero sobre todo político de gran audacia, hiciera una estrategia no solo masónica, sino política, de no matar a nadie, sino de salvarlo y mandarlo a un lugar tan hermoso como lo es El Salvador. A los dos los conozco y los quiero.

En el año 2010, y derivado de la circunstancia político-jurídica que se vivía y que se vive actualmente en el país, perdimos la oportunidad de generar para los mexicanos, con motivo de los festejos del centenario y bicentenario del inicio de las hostilidades de la Independencia y Revolución mexicanas, una nueva Constitución Política, muy probablemente, y de haber existido la misma, pudo haberse llamado la Constitución Bicentenario.

La verdad es que en el país, lo queramos reconocer o no, existen fuerzas retardatarias, esto en toda expresión política. En efecto, una reforma constitucional no solo se circunscribe a una variante en el texto constitucional, mucho menos una reforma al Estado mexicano.

Pero sí es en el pacto político, en el pacto social, donde inicia la reforma al Estado. El CLAD, como hemos aprendido, nos señala que la nueva reforma del Estado —de cualquier Estado en Latinoamérica— debe ser encaminada a fundar un Estado red, uno democrático que utilice la fuerza del ciudadano para diversificar su accionar y para que sea el mismo ciudadano el visor de las acciones del Estado mexicano. Muy probablemente esto funcione aquí mismo en México.

Esto no solo es Administración Pública Comparada o Derecho Administrativo Comparado; también es Ciencia Política y Teoría del Estado. La Constitución de 1917 representa para los mexicanos, muy probablemente, la primera ocasión en la que tuvimos un verdadero documento material y formal, 100 por ciento producto del intelecto del constituyente originario.

La Constitución de 1824 adoptó la forma norteamericana, que incluía el Bill of Rights y el Plan of Government, en una nación incipiente y que, como resultado de la posguerra independentista, resultara ser un Estado unitario, no sin antes recordar la Constitución de Cádiz, española de 1812, y la Constitución de Apatzingán, o como la conocemos mejor: Los sentimientos de la nación, ambas con alto grado ideológico, incluido en la de 1824, aun cuando fue copiada de la norteamericana al menos en su estructura.

Luego vivimos una guerra territorial, como la del 47, documentada por el autor William Jay, donde hemos perdido más de la mitad de nuestro territorio.

Después, la que se originó producto de las Leyes de Reforma, desde luego desestimando la de 1835 y sus siete leyes, redactadas por el Supremo Poder Conservador, y así hasta que finalmente llegamos a la de 1857, que duraría hasta 1917, es decir: 60 años.

Todas las anteriores, menos la de 1917, tuvieron una influencia extranjera en su redacción o se realizaron bajo la presión de la circunstancia y momento histórico, pero la de 1917 es producto de la consecuencia y circunstancia de México. La de 1857, como dijimos, duraría vigente 60 años, hasta que llegamos al “sufragio efectivo, no reelección”, y a lograr incluir los derechos sociales en un rango constitucional, lo cual hizo que la de 1917 fuera la primera en su tipo y la más importante y modelo para toda Latinoamérica, siendo además un producto derivado de la Revolución; es decir, un Derecho emanado de la Revolución Mexicana, estableciendo dos conceptos nuevos: el Derecho de la Revolución, como ya referimos, emanado de la sangrienta disputa por generar un nuevo ordenamiento y pacto político, y el Derecho a la Revolución, el cual el mismo texto de 1917 contempla y lo tiene como cancelado y no posible.

Todo este antecedente histórico es importante retomarlo, porque nosotros consideramos a nuestra Constitución como un documento rígido; es decir, para su modificación se debe sujetar a un proceso legislativo, cuyo espíritu del constituyente originario fue obligar a que fuere tocada lo menos posible.

La Constitución norteamericana de 1787 solo contiene siete artículos, cada uno con sus respectivos capítulos. Sigue intacta: reformas no, enmiendas sí. Nuestra Constitución: nueve títulos y más de 500 modificaciones al texto original. Nada menos.

¿Es necesaria una reforma al Estado mexicano? ¿La Constitución de 1917, con estos cambios, ha impedido la corrupción, la impunidad? ¿Nuestra Constitución Política fomenta el fortalecimiento de nuestras instituciones?

Una reforma al Estado mexicano, una verdadera, en el Estado Constitucional del Derecho, nace si, derivado de un nuevo documento, al menos uno que mediáticamente comience por originar confianza en la población. Creo que a nadie le queda duda de que, más allá de las bien logradas reformas que emprendió el presidente Peña Nieto, más allá del bienestar que las mismas pueden ofrecer, la lectura no ha sido la correcta.

Luego han venido de sopetón las otras de AMLO y de la actual presidente. El mexicano vive un hartazgo de injusticia, no social, sino individual, al observar la corrupción y la impunidad. El resultado de un Estado de Derecho debe ser un solo producto: la justicia. Y este país no lo es; es injusto, es desigual y no se mide con la misma vara, es decir, la aplicación de la norma no es equitativa, no es igualitaria.

Una Constitución Política programática fuerte establece los principios políticos que le dieron origen; es decir, la ideología, el curso, acción y destino que desea para sus gobernados. La nuestra lo es, pero aún considero que tiene debilidades en su observación. En los pasillos gubernamentales le refieren como “La violada”, y esto me parece muy grave.

La reforma a la Ley de Amparo no significa una reforma al Poder Judicial; significa solo lo que es: mejoras técnicas a un instrumento que comenzaba a ser deficiente. No es suficiente el nacimiento del Consejo de la Judicatura Federal; es necesario replantear la necesidad de nuevos ministros en la Suprema Corte de Justicia de la Nación y repensar el fuero del que gozan jueces federales.

Solo bastaría analizar el tema de la convencionalidad en el Poder Judicial, inexistente en el mexicano, pero existente en otros esquemas jurídicos, donde el propio juzgador es capaz de autocorregir sus defectos sin la necesidad de requerir, en este caso, a una Sala, a un Juez de Distrito, a un Tribunal Colegiado o bien al altísimo Tribunal de la Nación.

Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Visto 50 veces
Valora este artículo
(0 votos)
Gilda Montaño

Con singular alegría