Soy hijo de una universidad pública y defensor de los derechos humanos. Desde esas dos trincheras he entendido que la libertad no es una aspiración abstracta, sino una construcción concreta que se demuestra —y se defiende— con acciones. Como rector, entendí que la universidad no podía ser solo un espacio de conocimiento, sino también un territorio de dignidad.
Durante mi gestión como rector de la Universidad Autónoma del Estado de México (2013–2017) y después como presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México (2017–2021), tuve claro que no hay dignidad sin identidad, ni democracia sin diversidad. Por eso, cuando decidimos reconocer formalmente la identidad de género dentro de la UAEMéx, lo hicimos conscientes de que estábamos abriendo una puerta que el Estado había mantenido cerrada durante demasiado tiempo.
El 1 de junio de 2016 firmamos un acuerdo histórico. Por primera vez en la educación superior mexicana, una universidad pública permitía a sus estudiantes trans modificar su nombre y género en documentos oficiales —certificados, historiales académicos, credenciales— de acuerdo con su identidad autoasumida. No fue solo un acto administrativo, fue un acto de justicia. Y detrás de cada documento corregido había una historia, un rostro, una vida que, por fin, era reconocida y respetada. Como la de Aidan Uriel Matamoros Mata, cuyo testimonio marcó un antes y un después en nuestra comunidad.
Y la vida, que es coherencia o no es nada, me llevó poco después a otro espacio crucial: la presidencia de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México. Desde ahí, me tocó continuar la batalla, esta vez desde la institucionalidad más dura, más burocrática, pero también más estratégica.
Desde la CODHEM levantamos la voz en favor del matrimonio igualitario, afirmando con firmeza: “Apoyamos la diversidad sexual porque eso hace más fuerte la democracia”. Lo dijimos ante la Legislatura mexiquense y lo reiteramos en cada acto público, en cada pronunciamiento. Celebramos el Día del Orgullo LGBT+ con acciones concretas: asesoría jurídica especializada, campañas de sensibilización, acompañamiento a víctimas de discriminación. Pero también con alianzas. Porque cuando la institucionalidad se une a la sociedad civil, la causa se vuelve irrefrenable.
Fue ahí donde el destino me presentó a dos voces firmes y luminosas: Ernesto y Ricardo, impulsores incansables de Fuera del Clóset. No llegaban a pedir favores, sino a construir puentes. Trabajamos de la mano, codo a codo, no para simular alianzas, sino para provocar transformaciones. Recuerdo con claridad la energía que pusimos en aquel pronunciamiento conjunto de 2019, donde exigimos —sí, exigimos— avances legislativos: matrimonio y adopción igualitarios, ley de identidad de género, prohibición de las llamadas “terapias de conversión” y sanciones a la violencia hacia personas trans. No nos quedamos en el discurso: acompañamos en marchas, quejas formales. Reiteramos que el reconocimiento legal de la identidad de género no es una concesión, es un derecho humano esencial.
En mi andar he aprendido que la dignidad no se legisla, se reconoce. Que el respeto no se ruega, se exige. Y que el orgullo no es una bandera que se iza una vez al año, sino una forma de vivir y resistir cada día.
No puedo hablar de todo esto sin emoción. Porque no son anécdotas de un expediente, son capítulos de una historia que escribimos con convicción. Porque sé que la verdadera democracia se construye con inclusión, y que la diversidad no debilita a las instituciones: las engrandece.
Por eso, cuando me preguntan por qué luchamos, respondo sin titubear: Porque una universidad que respeta la identidad es una universidad más justa. Porque un Estado que protege a su diversidad es un Estado más fuerte.
Hoy, cuando ondea la bandera multicolor y se celebran los avances —con razón—, pienso en todos aquellos que lucharon por este presente. Pienso en Ernesto, en Ricardo, en Aidan. En cada rostro que se plantó con orgullo para decir: “Aquí estoy”.
Porque donde hay libertad, florece el orgullo. Y donde florece el orgullo, la dignidad echa raíces profundas, irrenunciables.
Mi compromiso no fue coyuntural. Fue —y sigue siendo— un pacto con la humanidad. Porque ninguna sociedad puede ser justa si no es diversa, y ningún gobierno puede ser legítimo si no protege a quienes aman y viven en libertad.